Publicado en Cinco Días 28/04/2022
Alberto Suárez Tramón, Socio Colaborador de CAXXI
Habitualmente se comenta a la hora de hablar de los miembros de un consejo de administración en una sociedad de capital, que estamos ante lo que podría definirse como una profesión “de riesgo”. En las últimas dos décadas el avance en la regulación legislativa de esta materia ha sido realmente prominente, recogiendo y plasmando nuestra norma de cabecera en este ámbito, que no es otra que el Real Decreto Legislativo 1/2010 de 2 de julio por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital (“LSC”), las múltiples demandas, pautas, interpretaciones y recomendaciones de los sucesivos pronunciamientos de las comisiones, grupos de expertos, manifestaciones jurisprudenciales, y demás operadores del ámbito del derecho de sociedades, que han ido estudiando, analizando y elaborando relevantes informes, dictámenes, resoluciones, o sentencias al respecto de la responsabilidad de los administradores, sus deberes y eso que hemos dado en llamar el buen gobierno corporativo, también reflejado todo ello en las sucesivas directivas comunitarias que han ido trasponiéndose a través de reformas de la citada LSC.
Pues bien, dentro de ese ámbito de responsabilidad, deberes de los administradores y buen gobierno corporativo, cobra relevancia en el día a día de muchas sociedades el deber de lealtad, que aparece regulado en el los artículos 227 a 232 de la LSC, y que se manifiesta esencialmente en las situaciones de conflictos de interés que puedan existir entre un administrador o consejero y la sociedad en la que ostenta dicha posición, bien directamente o a través de lo que se conoce como “personas vinculadas”, cuya concreción aparece detallada en el artículo 231 de la LSC.
Es importante tener en cuenta que este deber, como ocurre con los demás, por ejemplo con el de diligencia, es un deber del propio administrador y, por ende, es el propio consejero o administrador quien debe manifestar a la sociedad la existencia de situaciones en las que pudiera llegar a contravenir ese deber por la concurrencia de algún conflicto de interés, existiendo en los artículos ya citados un mecanismo que permite en ciertos casos dispensar la realización de ciertas operaciones que, a priori, puedan constituir un conflicto de interés, mediante la aprobación, en función de las características de esa operación, por los órganos sociales, sea el propio consejo de administración o la junta general, según el caso. Es decir, si bien en el supuesto de que los restantes consejeros conozcan esa situación que afecta a otro de sus colegas deberían informar de la misma, es esencialmente el consejero afectado quien debe advertir la situación y proceder o abstenerse, según proceda legalmente, ya que de lo contrario puede estar incurriendo en un incumplimiento de uno de sus deberes esenciales como administrador de una sociedad de capital, con las consecuencias que en materia de responsabilidad ello pueda conllevar.
Precisamente por ese motivo, entre otros, existe en sociedades de ciertas dimensiones (me atrevería a decir que en menos de las que debería ya que no necesariamente tendría que ver con la relevancia o “tamaño”), un reglamento interno que regula, entre otros aspectos, cómo deben proceder los consejeros y el propio consejo de administración como tal órgano colegiado ante situaciones de esta índole. No obstante, haya o no reglamento interno, debe actuarse en estricto cumplimiento de las previsiones legales sobre este asunto, como pauta esencial para que los consejeros no incurran en posibles causas de responsabilidad, en las que, caso de darse los elementos requeridos (daño efectivo, relación causa-efecto, …), puedan terminar afectado su patrimonio personal, más allá de otras consecuencias en otros ámbitos jurisdiccionales, si las hubiere.
Una de las previsiones en este ámbito (artículo 228.c) de la LSC) consiste precisamente en, siendo conocedor de una situación de conflicto de interés, abstenerse de participar en la deliberación y votación de los acuerdos relacionados, situación que, más allá de que sea advertida por los demás consejeros, debe ser, en primer término, advertida por el propio consejero afectado, quien, ante tal situación, y en ejercicio responsable de su deber de lealtad, debiera ser el primero que de cuenta de tal situación, ausentándose de la deliberación y votación correspondiente. Resulta obvio que no puede conocer lo que el órgano de administración haya valorado al respecto, ya que podría perjudicar con dicho conocimiento a los propios intereses sociales, ni, por supuesto, tomar partido en la decisión correspondiente, al ser parte interesada, probablemente incluso con un interés contrario al de la propia sociedad (pensemos por ejemplo en un acuerdo sobre un conflicto judicial entre la sociedad y el consejero o persona vinculada).
Por todo lo anterior, y por muchos otros motivos, la profesión de consejero puede considerarse una profesión “de riesgo”, como dicen, aunque más bien es, a mi juicio, una profesión “de responsabilidad”, es decir, que ejercida en plena consciencia de dicha responsabilidad y de un modo razonablemente diligente y leal (asesorado, cuando pudiera ser conveniente), no debe suponer más riesgo que el de cualquier otra “profesión” o cargo que implique tomar decisiones que afecten a un sujeto o entidad, personal o patrimonialmente. Ya sabemos aquello de que un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Alberto Suárez Tramón,
DJV ABOGADOS – VELAE LEGAL GROUP y Socio Colaborador de CAXXI
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