Ni sabe el pueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa mucho.
«San Manuel Bueno Mártir». Miguel de Unamuno
El Día Mundial del Agua llega puntual como zaguán de la primavera. Desde Naciones Unidas cada año nos hacen fijarnos en un aspecto y en esta ocasión nos exhortan a salvar nuestros glaciares. Vano intento ya en España, donde apenas quedan unos pocos en las montañas oscenses, pero donde el cincel de estos gigantes de hielo nos ha dejado valles y lagos maravillosos. Disfrutamos de ellos en Degaña o Somiedo y, si nos dirigimos unas decenas de leguas al sur, en los parajes incomparables de Sanabria.
Aunque a falta de hielos de los que ocuparnos seguiremos con nuestro trabajo de optimizar el precioso recurso en estado líquido, escaso pese a la creencia popular de que estamos en una tierra sobrada de ello. Así, la Administración regional ha puesto en marcha un interesante proyecto para la utilización de agua regenerada que aprovechará el efluente depurado en la planta de Villapérez para consumo industrial, establecemos sistemas cada vez más precisos que permiten la detección de fugas en nuestras redes o continuamos con nuestras campañas de concienciación para el ahorro.
Sobre esto último cada vez se hace más difícil captar la atención. Nosotros predicamos y los ciudadanos quedan como si oyeran llover (metáfora ésta de climas húmedos). Los mensajes son repetitivos, monótonos, baldíos. A quienes nos corresponde la tarea evangelizadora sufrimos crisis de fe, como la de don Manuel Bueno, catequizando a aquéllos que, al igual que Lázaro Carballino, se fingen creyentes compartiendo nuestras dudas.
Dentro de un par de semanas Gijón albergará la primera jornada Water Positive, iniciativa que «busca que las organizaciones e individuos dejen un impacto positivo en los ecosistemas hídricos, garantizando que el volumen de agua conservada y restaurada supere la cantidad utilizada o agotada». Los principales apóstoles de esta nueva epifanía nos ilustrarán sobre ella en otra vuelta de tuerca en pos del ahorro y la preservación de nuestras masas de agua.
El mayor desafío es cómo transmitir esos nuevos deberes a la sociedad. Quizá la respuesta es simple: siendo positivistas. Al fin y a la postre esa corriente filosófica partió de un ingeniero, Augusto Comte, graduado en aquel prestigioso centro que abrió sus puertas en París a finales del siglo XVIII como Escuela Politécnica de Obras Públicas. Habremos de superar el estado teológico de esta nueva religión, atravesar en breve transición lo abstracto y desembocar en el estado científico definitivo. Positivo, como lo definió él, no sólo producto de la razón, sino de la aplicación de ésta. Trabajo nos costará admitir lo que resulta evidente aplicando las disciplinas más rigurosas y exactas.
En breve estaremos plenamente familiarizados con conceptos de los que teníamos vagas referencias: huella hídrica, índice de estrés hídrico, contabilidad volumétrica de beneficios del agua… Frente a quienes nieguen la necesidad de este cambio de actitud opondremos las ventajas que trae aparejadas. Económicas también, por supuesto. Y en los momentos de zozobra volveremos a echar mano del unamuniano consejo de don Manuel a Ángela: «Si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir». No tardará en afectarnos el escepticismo pensando en la posibilidad de los lavados de imagen de las grandes corporaciones o la tentación de un mercado mundial de compensación de derechos regulado de forma opaca. Los tiempos que corren no favorecen la confianza en los gobiernos ni en las instituciones supranacionales.
El símbolo de la «alma mater» de Comte sigue siendo l’X, y así figura en su logo aún hoy. Es curioso que sobre su significado haya dos teorías harto contrapuestas. Una de ellas dice que representa dos cañones cruzados; la otra, el símbolo de la incógnita matemática que hay que resolver. Así también, por fuerza o de grado, procuraremos el mínimo consumo de agua, optimizaremos su uso y contribuiremos a un futuro mejor para nuestros hijos. No hay alternativa sensata.
Aún hoy, quienes fuimos aquellos niños para los que el lago de Sanabria fue el mar de nuestra infancia seguimos correteando por las callejas soñadas de Valverde de Lucerna. La noche de San Juan creemos oír cómo tañen las campanas de la villa sumergida en su fondo, pero tras una sacudida de realismo positivista pasamos a pensar que los únicos sonidos que salen de allí son los lamentos que imaginamos de los ahogados en enero de 1959. Ciento cuarenta y cuatro personas perecieron entonces por la mala ejecución de la presa de Moncabril. Algunas decenas más lo hicieron en Valencia por no haberse construido las infraestructuras que lo habrían evitado, repetidamente reclamadas por los ingenieros de caminos con juicio cierto sobre los peligros de la inacción.
Quienes demuestran conocimientos científicos y técnicos merecen nuestra confianza y, aún más, nuestra fe. Fe basada en la razón de su estudio y su sabiduría. Ahora nos animan a ser positivos. Aguapositivos, en concreto. Veremos.