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Artículo de Opinión | «Pentecostés asturiano en Valencia», por Vidal Gago

La ayuda de los equipos de la EMA tras la inundación

“Podría jurar que hay alguien, en algún lugar,

mirándome a través del viento, el frío, la lluvia,

la tormenta y la inundación”

Esperando por un héroe – Jim Steinman y Dean Pitchford

El pub estaba en la famosa Mumbles Mile, a unos pocos kilómetros del campus universitario de Swansea. El rótulo hacía referencia a su dueño, Vincent’s y los fines de semana acogía a una hornada diversa de clientes que, en su mayoría, tras el cierre, marchaban hasta Cinderella’s, la discoteca que seguía abierta hasta los dos de la madrugada. Vincent en realidad se llamaría Vicente y era de Picaña. Nos lo contó a algunos españoles que frecuentábamos el lugar —estudiantes que estaban de erasmus u otros que teníamos becas europeas para trabajar por allí en prácticas— y a quienes nos invitó en alguna ocasión a una pinta, sabedor de que andábamos tan largos de sed de cerveza como cortos de libras en el bolsillo.

El nombre de ese pueblo no volvió a decirme nada hasta el pasado veintinueve de noviembre. Fue una de las localidades afectadas por la avenida del barranco del Poyo, o de Chiva, como dicen allí. Días después rebusqué sobre aquel amable tabernero en ese baúl indiscreto que es internet. Aparece en una ficha de un registro británico: Mumbles Beer Company Limited; Vincent Ramón Moreno Garcés; nacido en septiembre de 1944. Ya de puestos sumé los apellidos a la localidad de origen. Ahí apareció Francisco, setenta y siete años, fallecido en Picanya (escrito oficialmente así). Demasiada casualidad para una población que cuando ambos nacieron contaba apenas con tres mil habitantes, o pocos más cuando eran niños y sufrieron las riadas de 1949 y 1957. Si Vicente aún vive, hace dos meses perdió a su hermano Paco.

Transcurridas más de tres décadas y a ochocientos kilómetros de los campos de los naranjos que los vieron jugar, el responsable del servicio de red de la Empresa Municipal de Aguas de Gijón, con pasado laboral en Valencia, Anastasio López, veía las noticias el Día de Todos los Santos. Miró, como la estrofa de la canción de Steinman y Pitchford, “a través de la inundación”. “Podríamos ayudar en algo”, comentó por teléfono al jefe de los servicios técnicos. Eran las tres y cuarto. A las cinco de la tarde había ya cuatro personas reunidas en la oficina de El Arbeyal. Tormenta de ideas y dos llamadas: una al presidente de la EMA, “Todo nuestro apoyo. Mantenedme informado”; la segunda a un responsable del Grupo Global Omnium con sede en Paterna, “Mandamos una cuba y un camión con cinco operarios apoyados por bomberos. Sólo os rogamos que tengan un techo para dormir y que trabajen bajo vuestra coordinación”. No hubo que esperar a que nadie pidiera más recursos, era obvio que los necesitaban. Zafarrancho al día siguiente, sábado, nunca más que aquél, Día de Difuntos. Había que preparar material, colchonetas y sacos de dormir, por si hicieran falta. Mucha incertidumbre y algunos nervios en las familias de quienes se prestaron a integrar el primer equipo. El domingo a las nueve partía el

convoy sin siquiera saber si podrían acceder a la zona afectada. Pernocta en la provincia de Teruel. El lunes ya en el tajo. No había transcurrido una semana desde la catástrofe.

Nadie de tan lejos llegó antes. Nadie se fue después. Lo que a todos conmueve a algunos mueve pero sólo a unos pocos mantiene. La turbamulta que cruzó el puente del Turia para ayudar aquel largo fin de semana se fue difuminando y dio paso —tardío— a la Unidad Militar de Emergencias y a los efectivos algo menos desordenados que los grupos de jóvenes, igual de bienintencionados que caóticos, que atoraron con barro el alcantarillado de los pueblos anegados. Entre el día de partida y el de vuelta a casa del último relevo pasaron cincuenta días. De domingo a domingo, como en Pentecostés. Y no fue ésta la única similitud con ese tiempo eclesiástico. Durante estas siete semanas se pasó de la confusión de aquella Babel de diletantes a restaurar la unidad de acción coordinada y a que todas las personas allí destinadas se entendieran, llegaran de donde llegaran. No es que en este caso fuera también un milagro sino la buena voluntad de todos los implicados.

Hay una imagen que explica bien el quehacer de la veintena de trabajadores de la EMA. Es la de Diego Candal en el camión. Con su mano derecha maneja el volante mientras sostiene el bocadillo con la izquierda. No había un minuto que perder aquellos primeros días. Al fondo, media docena de personas se afanan en una calle aún completamente embarrada. Confiemos en que haya prescrito la falta o que la DGT no la tome en cuenta. Si no es así, no faltarán voluntarios para pagar la multa. El compromiso mostrado por la empresa municipal gijonesa fue bien definido por José Antonio Domínguez, el capataz al que se le encomendó el primer equipo, cuando la alcaldesa preguntó por la actividad concreta que tocaba desarrollar en destino: “Vamos a hacer lo que nos gustaría que hicieran por nosotros si estuviéramos en su misma situación”.

A unos pocos cientos de metros de donde se encontraba el Vincent’s se instaló hace tiempo la hija de un trabajador de las minas de Skewen, ciudad que también sufrió una inundación hace ahora cuatro años. Se llama Gaynor Hopkins, aunque como cantante es conocida como Bonnie Tyler. A mediados de los ochenta alcanzó uno de sus mayores éxitos con la canción señalada al comienzo de este artículo, “Holding out for a hero”. Parece que actuará en Gijón este próximo verano, ocasión pintiparada para que conozca la Camocha y contarle que Asturias, como Gales, ha sido tierra de carbón. Y para que los operarios de la Empresa Municipal de Aguas de Gijón, no héroes sino personas conscientes de su deber este pasado otoño, puedan responderle a la pregunta que se hace al empezar a entonarla: “¿Dónde fueron todos los hombres buenos?”. Pues a Valencia, claro. Aunque ya no le sirva de nada al hermano de su vecino Vicente quién sabe si quizá sí a él.

Vidal Gago Pérez

Socio colaborador de CAXXI

La Nueva España