Jorge Santamaría lleva ya más de la mitad de su vida fuera de España. Primero vivió en Alemania y ahora Francia es su lugar en el mundo
En 1999 se fue de Erasmus y ya no volvió. Jorge Santamaría Carnicero (Gijón, 1976), que estudió Ingeniería Química en la Universidad de Oviedo, emigró primero a Alemania y ahora reside en Francia. Aquel primer año de Erasmus en Stuttgart le abrió la puerta a trabajar con una beca de investigación y no lo pensó, porque las condiciones laborales eran manifiestamente mejores. Se quedó, trabajó en un centro de investigación de la propia universidad y de pronto surgió un trabajo para una empresa francesa que necesitaba a un alemán que supiera algo de francés. Él no lo era, pero dominaba el idioma y como siempre tuvo inquietudes políglotas, también sabía francés –habla además portugués e inglés– y empezó una nueva etapa, previa a la actual. París fue su siguiente destino. Allí vive desde 2005.
Especializado en energías renovables, trabaja para la empresa EDF en temas relacionados con el biometano, la biomasa y el hidrógeno. Está contento con su vida y con esa doble atalaya desde la que mira a esos dos países donde ha hecho ya la mayor parte de su vida. «Cumplí los 23 cuando me fui de Asturias y tengo ya 48», resume.
Es muy diferente la vida en ambos territorios y toca adaptarse. Esa es la gran enseñanza de emigrar: «Yo era muy tímido y cuando sales fuera con esa timidez no vas a ningún sitio, salir te ayuda a romper con eso, conocer otras culturas te ayuda a entender que las maneras de pensar son distintas», indica.
Lo son también las formas de ser y estar. Los alemanes –resume– son cuadriculados, extremadamente puntuales, alérgicos a los cambios y no tienen sentido del humor. Con los nórdicos hay que tener mucho cuidado de no interrumpirlos porque les parece una monumental falta de respeto. Son solo dos ejemplos que nos separan. Francia tiene una cierta cercanía: «Los franceses son más parecidos a los españoles, aunque ellos se creen distintos», relata.
Adaptación continua es su vida. Él, que ha ido a comer con sus padres a las cuatro de la tarde en Alemania cuando el restaurante recién abría para las cenas, que se ha quedado compuesto y sin con quien tomar una copa por llegar cinco minutos tarde al punto de encuentro, abre los ojos, observa y actúa en consecuencia. Ahora, en Francia, un país en el que el humor abunda más y la comunicación es más sencilla, aunque tampoco es todo fácil: «Hay diferencia entre la gente que ha viajado y la gente que no, los que han estado fuera son más abiertos». Es entre los segundos donde es factible hacer amigos, siempre teniendo en cuenta que sin hablar el idioma es imposible. Y esa es una baza que juega siempre a su favor.
París es –dice– «la ciudad que nunca duerme», es pura belleza pero es también un territorio turístico desmesurado que no le ofrece siempre su mejor cara al vecino habitual. Es además una ciudad enorme y cara a la que hay que cogerle el tranquillo. «La vida de poder salir a tomar algo fuera, o ir a una cafetería un día cualquiera aquí no existe y en Alemania ni te cuento, la gente se queda o se reúne en las casas». Eso sí, en Francia, disfruta más esos placeres culinarios que le negaba Alemania en el marco de la cocina casera: «Aquí les gusta comer y beber, que es justo lo contrario que en Alemania, donde comprar carne o pescado de calidad era imposible», recuerda.
Dicho lo dicho, «estoy contento, pero siempre pensando en volver». Y de hecho vuelve con mucha frecuencia ahora que hay vuelos directos, mínimo una vez al mes está en Asturias. Colaborador de Compromiso Asturias XXI, siempre está ojo avizor. Y así ve las cosas: «Asturias tiene muchas oportunidades, el problema grave en un futuro próximo es el agua y Asturias lo tiene resuelto, pero también veo que en la toma de decisiones a nivel empresarial va más lenta que para sus vecinos del este, en el País Vasco se ve más agilidad», concluye.